Me gustó mucho la nota de Diego Fischerman en el diario Página12 sobre la polémica que ha despertado el nombramiento de Martina Stoessel como Embajadora Cultural de la ciudad de Buenos Aires.
Reproduzco aquí dos párrafos que me parecen centrales en dicha nota:
"Respetar la cultura del otro, cuando el otro es muy otro –digamos un
pigmeo o un chorote–, lo hace cualquiera. El asunto es cuando es un
“apenas otro”, cuando vive en el mismo edificio pero escucha una música
que nos repugna, por ejemplo. En ese sentido, la unción como embajadores
culturales de Violetta y Tan Biónica es irreprochable. Esa es la
cultura real. Hay gente que prefiere las fiestas con cumbia y globos
amarillos antes que los ciclos de la Sala Lugones, y andar en bicicleta
con su botellita de agua mineral a cuestas en lugar de sentarse a leer
Girondo en el bar La Paz. Eventualmente, mucha gente. Y, por primera
vez, un gobierno les da entidad. No los trata como in-cultos (que,
además, deberían corregir su falta), sino como sujetos hechos y
derechos. Los desplazados, aquellos para los que no hay ninguna duda
acerca de la superioridad de Raúl Barboza o Ricardo Piglia o Pablo
Mainetti –que no son embajadores culturales– por sobre Violetta,
discuten las decisiones gubernamentales en la materia desde una idea de
“calidad”. De “altura artística”. Y allí es donde se equivocan. Porque
el error de la gestión del ingeniero Macri es otro. Y más grave, en
tanto significa desconocer algunas de sus responsabilidades como
gobernante."
Y, finalmente:
"Las políticas culturales deben favorecer, si no la imposible igualdad de
oportunidades para aquel patrimonio que los negocios no tienen en
cuenta, por lo menos su máxima difusión posible. Las políticas
culturales –y estas embajadurías, con su posible función
propagandística, son parte de sus instrumentos– no deben clonar al
mercado, algo innecesario, sino buscar compensarlo. No hay por qué
faltarle el respeto a Violetta y a los que gustan de ella. No es que
Ginastera o Troilo sean superiores a ella (en todo caso, ésa es otra
discusión). De lo que se trata es de que si el Estado no hace nada para
garantizar el derecho de la población a conocer (y a disfrutar con ello,
si quieren) su “patrimonio cultural”, renuncia a algo que sólo él puede
–y debe– hacer. Un Estado que hace suyas, de manera acrítica, las
verdades del mercado es, tanto en este campo como en otros, un Estado
que no cumple con su misión como tal: velar por aquello –y por aquellos–
que el mercado no mira ni mirará jamás."
Fuente: Página12
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